11 agosto 2013

Viena 1800

La melodía sonaba vibrante en toda la Iglesia St. de John the Baptist, tanto que las notas de alegría y elegancia me invitaron a entrar. En el púlpito, encontré a un hombre canoso, amable, y como era de esperar, amante de la música. Podía llamarse Charles o William, también Robert y tener una esposa, al que le presupongo, llamada Margaret. Aunque yo, prefiero recordarle como el pianista de la Iglesia de Hove.

Satisfecho porque nos habíamos sumado varios espectadores más, los tímidos aplausos del principio dieron paso a palmadas que iban “in crescendo".

Me percaté que sus dedos dibujaban surcos de vejez y de compostura británica, dedos largos y finos, todavía ágiles, que acariciaban el piano y el órgano de forma prodigiosa.

A medida que el concierto se desarrollaba, el tiempo se detenía.

Sin esperarlo, nos encontramos envueltos en un áurea musical y espiritual magnífico, de la mano de Haydn, Mozart, Schubert y Beethoven.

Entonces pensé, cómo seria la Viena de 1800,  no me hizo falta entrar en la máquina del tiempo porque ya estaba allí, rodeada de montañas y colinas que albergaban en sus mantos largas temporadas de nieve y de frío, que se dejaban ver en la población en forma de fiebres altas y estornudos.

Ciudad testigo del encuentro de  las dos Europas, la oriental y la occidental.  Calles inmaculadas, a la tregua de inundaciones, tabernas, hervideros de ilusión, de teatro y de poesía. Ciudadanos artesanos, hortelanos, burgueses, nobles y reales, con gusto por la música y por las aficiones de Palacio, mujeres de tez blanca, con mejillas sonrosadas por el buen vino, cultivadas en educación musical e instruidas en el lujo, envueltas en los manjares del amor, mujeres conquistadas a orillas del Danubio.

Viena, sublime.

Marta Martín :*