11 marzo 2013

De sangre torera y flamenca

De sangre torera y flamenca

Y así el torero, enfundado en su traje, se disponía a entrar en la plaza, con ese porte real que le hacía tan majestuoso, a paso lento pero seguro, regio y bien esculpido, santiguándose en las cuatro direcciones cardinales antes de entrar en el albero, estaba revestido de la mayor de las valentías que jamás había visto. Su dignidad  y nobleza dejaban perplejo a cualquiera. Al compás de los cajones, un, dos, tres, un, dos, tres, empezó el baile con el toro, un matrimonio complicado, tortuoso pero tan intenso y  tan puro que no había emoción igual en la tierra.

Ya era tarde y la lucha por la nobleza y por la dignidad había dado comienzo. La simbiosis fue tal, que el público a cada faena aplaudía entusiasmado, el torero y el toro se enfrentaban a la corrida de su vida, y la tensión y la emoción se palpaban en el tendero.

Ambos exhaustos y absortos, a vida o muerte, torero y toro, noche y día, sol y luna, hombre y mujer. Fue el torero valiente, a golpe de capotazo, quién ganó la afronta al toro, que aunque fiero y sentío por naturaleza no luchó hasta el final para ganar el alma de su torero.




Al ver que las fuerzas del toro empezaban a fallar y que estaba dejando de luchar y de ser bravo, causó en el torero la cornada más punzante e hiriente de su trayectoria. Con él, mirándose a los ojos, como siempre se habían comunicado y amado, y marcando el paso más débil que al principio, cogió su montera, la levantó mirando al cielo y se desprendió de ella. 

El toro quedó prendido en el suelo, todavía respiraba y había recibido una lección de dignidad que nunca podrá olvidar.

Al chasquido de los dedos del torero, los mozos acudieron al maestro, quién había pedido que le cortarán la coleta. Y así con grandeza y señorío, una coleta de color arena plaza quedó tendida junto al toro para siempre.