30 mayo 2013

El silencio también habla




El vaho salía a bocanadas de la nariz y de la boca de Frederic, esto no era un hecho extraño, pues el lugar que le había visto nacer Oymyakon, situado al noroeste de Rusia, era considerado, el lugar más frío de la tierra.


El rubio ceniza del cabello de Frederic conjugaba a la perfección con sus ojos castaños. Descendiente de una larga saga de obreros polacos, sus padres, Galya y Stanislav, podían con mucho sacrificio, costearle su educación. La cual desaprovechaba día tras día, pues en clase oía murmullos donde había palabras, y veía globos de colores, en el lugar en el que había profesores.

Un día Frederic envalentonado, se dispuso a preguntar a la encorsetada señorita Uranoska, tan dura, que su presencia hacía de cualquier garganta un  nudo bien amarrado, su mano le temblaba aún teniéndola levantada y su voz todavía inmadura también. Expectante estaba la clase, cuando titubeó “Señorita hurón" todos los niños se rieron al unísono, primero a carcajadas y luego al ver la expresión descompuesta de la señorita Uranoska, las carcajadas cedieron el protagonismo a los fantasmas, a los que estaban acostumbrados. 


Frederic no se atrevió a preguntar nada nunca más.

Ese pequeño tropiezo, su casi mudez natural y el desinterés por los estudios, marcaron su trayectoria en el colegio público Koyta.

Asumió que era diferente y por qué no decirlo, se sentía peor al resto de los niños de la clase de primero, de segundo, de tercero, y así, hasta que el colegio terminó. No le unía nada a ellos, porque... él se sentía feliz conduciendo un
sidecar entre las nubes.

De esta manera, se fue retrayendo cada vez más y más, pero todo lo que llevaba dentro, no. Se sometía a grandes luchas, en el que los guerreros eran: la incomodez y timidez exponencial que sentía al hablar y los deseos latentes que vivían en él, desde que tenía uso de conciencia.

Una mañana se levantó, apoyó sus dos pies en el suelo, al mismo tiempo que crujía la madera de su casa, se dirigió al espejo y quedándose paralizado delante de él, en silencio absoluto, empezó a gesticular, y sus manos daban forma a sus pensamientos y sus expresiones faciales eran poesía en movimiento. El silencio hablaba y adquiría sentido por primera vez.

Practicó, y lo hizo intensamente, ganando de una sentada, todo el tiempo que había perdido. Frederic por fin, había experimentado al mimo que llevaba dentro. “Soy un mimo, un mimo real", se repetía incrédulo, mirándose las manos.

Frederic no dio el salto a ningún trabajo calificado de “digno". Tampoco quiso trabajar en la panadería del íntimo amigo de su padre, el Sr. Porowski.

Fred, empezó a vivir, y a vivir de verdad, su alma expulsaba mariposas cuando se perdía en las calles de su ciudad, y trabajaba como mimo. Sacaba sonrisas de medio lado a los paseantes, con mucho respeto y con una cuanta escarcha en las cejas, regalaba flores a las mujeres e imitaba con gracia, la masculinidad de los hombres.

Frederic, se sintió pleno cuando alcanzó su sueño de ser mimo, un sueño confuso que se mostraba en su cabeza una y otra vez, en forma de imaginaciones y paseos por las nubes, algunos hurones y gran cantidad de globos, globos de múltiples colores.

Que no sea la palabra una dictadura para comunicarse, y que sea el cuerpo, el vehículo universal de expresión. La mudez, es signo de palabras interiores, de mundos significativos y apasionantes para detenerse en ellos, porque el silencio también habla. 

Sean las palabras, de carbón o de almíbar, condena de quién las dice, delicias o pesares de quién las escucha. 


Marta Martín